La higiene militar.
Los enfermos y heridos se hacinaban en hospitales de campaña instalados en lugares no idóneos, con escaso espacio e insalubres, existiendo un grave déficit de ropa, alimentos y medios terapéuticos. Se puede extraer la conclusión de que la mayoría de los ingresados no lo eran a causa de las heridas de guerra, sino por enfermedad. Ello es acorde con el hecho de que el mayor número de muertos lo fuera por “calentura pútrida-maligna”, “tabardillo” o “etiquez”. La aparición de epidemias de fiebre tifoidea o de tifus exantemático -que se extendieron también a la población civil-, frecuente en las campañas de la época, nos indica la deplorable situación higiénico-sanitaria del ejército.
Algunos tratadistas dan consejos para el buen régimen del soldado: pureza de aguas, uso prudente del vino y no permanecer mucho tiempo en los mismos parajes. Respecto a los hospitales, deben ser “cortos” porque el excesivo número de enfermos infecta el aire, y situados a distancia conveniente.
También se dedica atención a la higiene alimentaria, con preocupación por las adulteraciones, del pan o de las bebidas, en especial del vino. Se ocupan del agua, útil para beber, limpieza y aseo, debiendo alejar a los soldados de las aguas estancadas y evitar que beban de ellas. La carne debe ser fresca, vigilando para que el soldado no la coma cuando está deteriorada; las carnes saladas pueden ser útiles pero la experiencia ha demostrado que pueden ser peligrosas si son el único alimento. Como medidas para prevenir enfermedades ser prescribe el ácido acético -que debe ser considerado, como en el ejército romano, de primera necesidad- o el licor de Lind (aguardiente más quina).
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